Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Estamos en pleno servicio, el fragor es incesante, se suceden las elaboraciones, planchas crepitantes, hornos a la orden, fuegos de tizne azul, todos a máximo rendimiento, el ambiente tenso, caliente, concentración extrema, disciplina férrea, silencio complejo y, al fondo, una voz firme pero pacífica, educada pero instruida, femenina y diligente. Es el retrato de un hecho poco frecuente, el de una mujer al frente de una cocina, menos aún de un proyecto gastronómico, salvo el del hogar del que lleva siendo jefa de sí misma y empleada de todos desde tiempos ya añejos.
Resulta increíble de entender, mucho menos de explicar y menos aún de cómo puede ser posible que todavía sucedan estas desigualdades que solo hacen que arruinar nuestro supuesto raciocinio ante la sinrazón, también supuesta, de nuestros acompañantes los animales irracionales. Pues bien, habremos de reconocer, al menos esto ¡por Dios!, que en esta cuestión nos diferenciamos muy poco de los animales irracionales, es más, diría yo, que estos se comportan de manera más racional, de lejos, que nosotros ya que en sus códigos de comportamiento existen los valores de supervivencia unidos a los de preservación de la especie como objetivo principal y legítimo. En nuestro caso, ni siquiera invocamos este principio, tan sólo hacemos uso de el de la supremacía más rancia, la prepotencia más absurda, la soberbia más grotesca y la incapacidad más absoluta.
Para el puesto de madre y en femenino, nunca ha habido una oposición que superar, ni un examen que aprobar, ni tan siquiera una elección que plantear. Para este puesto que incluía dedicación exclusiva además de versatilidad en la dedicación –madre, cocinera, modista, educadora, limpiadora, administradora (pero sin firma, por supuesto, y sin voto, claro), jefa de relaciones públicas e institucionales, enfermera amateur, jefa de compras (excepto del material inventariable)– para este puesto, digo, solo había que nacer del sexo femenino y por arte de birlibirloque ya tenías trabajo para toda la vida. Directamente, es tan curioso como deprimente que para este puesto, para el que las capacidades y cualidades se advertían cuasi innatas en el sexo femenino sin necesidad de evaluación alguna, la adjudicación fuera directa sin previo consentimiento ni asentimiento alguno y para ejercer, desde el mismo sentimiento femenino, el puesto de jefa de cocina en una casa de comidas haya que demostrarlo solo por el mero hecho de ser mujer y no hombre.
Dicho esto último de manera un tanto exagerada –todos hemos de demostrar de una manera u otra nuestra valía para el puesto de trabajo al que aspiramos–, tengo que decir que las estadísticas hablan por sí solas, que los importes de las nóminas también lo hacen y que el mero hecho de que esto suceda nos denigra a todos por igual.
Ser mujer y además madre no implica ser cocinera y todo lo demás, ser mujer y además madre no significa ser la mejor cocinera, ser mujer debería significar, sencillamente, tener la oportunidad de poder ser cocinera, una buena cocinera o una gran cocinera, sin necesidad de sufrir en el intento más allá de lo innato a la profesión; ser madre debe ser ya algo indescriptible.
¡Hombres!, ¡señores!, ¡caballeros!, ¡cocineros!…, a veces tan mentecatos.