El pasado 25 de noviembre fue presentado, en el Centro Social AutogestionadoBarrio Tiétar, el libro ¿Para qué servimos los filósofos?, de Carlos Fernández Liria(Facultad de Filosofía, UCM); introducido y presentado por Daniel Noya, poeta y profesor en el IES La Adrada.
En estos márgenes, poco diremos sobre la excelencia académica y escritora de este profesor universitario, sobre su dignidad como intelectual comprometido en el uso público de la palabra. Sus intervenciones en la polémica de las reformas educativas, su defensa de los derechos de los trabajadores y de los espacios políticos y económicos alternativos están al alcance de cualquiera en internet.
¿Para qué servimos los filósofos? es, en primer lugar, una buena introducción a la filosofía. También es una encendida defensa de las instituciones públicas que, con enorme esfuerzo, se ha conseguido arrancar al devenir. Es, en fin, un recordatorio de las exigencias teóricas y prácticas de la razón en el intento de hacerse con las riendas del curso de las cosas. Al contrario de como habitualmente se dice, no es la historia la que pone a cada uno y a cada cosa en su lugar, sino el Derecho y la Verdad, las instituciones jurídicas y científicas, espacios que deben ser preservados de la insaciabilidad acelerada, desesperada, suicida, del capitalismo; lugares que deben ser protegidos por leyes inflexibles ante el asalto de la historia, de la sociedad y sus componendas e intereses.
Ante la indolencia o la desorientación, el autor insiste una y otra vez: la belleza, la justicia y la verdad, no son fruto del tiempo, sino de la acción y el conocimiento humanos. Estas abstracciones y ‘especulaciones filosóficas’ necesitan condiciones materiales de existencia para poder germinar y hacer la vida digna de ser vivida: hospitales, centros de investigación, escuelas, profesorado, personal sanitario… Y estas condiciones deben estar al alcance de toda la ciudadanía, es decir, han de ser públicas.
Los mercados (expresión que parece ganar con el tiempo un timbre mítico, religioso) tratan (inútilmente) de saciarse cada mañana con el sacrificio de estos espacios. Entre ellos están las Universidades públicas y dentro de estas, especialmente amenazadas, las Facultades de Filosofía. Probablemente, con su destrucción, las cuestiones sobre las que merodea una y otra vez este saber no desaparecerán de los afanes humanos; pero sí esa especie de artesanía de la razón, el cuidado, el trabajo sobre la herencia acumulada del conocimiento humano y sus (tantas veces trágicos) intentos de introducir la razón en el mundo. Con ello serán gravemente menoscabadas las posibilidades de dar cuenta del atolladero en el que estamos.
¿Para qué sirven los filósofos? Para recordarnos constantemente, irritantemente, como molestos tábanos socráticos, que la historia (entendida como el acontecer determinado por la dominación, la explotación de clase, la supervivencia, la adaptación…) no tiene autoridad para decirle a la razón lo que debe ser; para recordar que el conocimiento es indispensable para el acierto político.