Publicada el 04 septiembre 2017.
Se sentó frente al ordenador y quedó unos instantes mirando el negro teclado donde destacaban los múltiples caracteres blancos, allí estaban las millones de combinaciones que le servirían para escribir su historia. Antes de pulsar la primera tecla se miró las manos presas de un ligero temblor ajeno a su voluntad; aquellas manos otrora firmes y fuertes, hoy estaban anunciando el principio de una cruel enfermedad degenerativa, los restos de una vela que amenazaba con dar sus últimos e inestables parpadeos luminosos. Su mente surcó veloz el tiempo y quedó prendida en lo alto de un campanario donde ecos de bronce lanzaban al viento, una tras otra, cinco campanadas en la tarde, a la vez que varias palomas revoloteaban girando al alrededor de la torre.
El chiquillo entró desde la calle llamando a su madre a voces:
—Mamá, mamá, ya son las cinco, dame la merienda.
La mujer, aún joven, vestida con una bata de percal negro que hacía más evidente su extrema delgadez, estaba frente a la foto (enmarcada en la pared), de otro niño de corta edad; al oír al pequeño de sus hijos, sacó apresuradamente un pañuelo del bolsillo delantero y con él se secó los ojos hinchados por el llanto. Fue a la cocina y cortó un pedazo de pan y separó una onza (con sabor más a tierra que a chocolate), del resto de una tableta donde solo quedaban otras dos.
Esos eran sus primeros recuerdos, el hambre apenas mitigada y el llanto frecuente de su madre vestida de luto, como la mayoría de las mujeres del barrio; vestía así por la muerte de un hermano, fusilado en Paracuellos los primeros días de la guerra, y otro, después de terminada la misma, en las tapias del cementerio de la Almudena, y por la mayor de la heridas que pueden afligir a una madre, la muerte de un hijo por culpa de esos años de hambre y miseria provocados por la guerra, por la locura de los hombres.
—¡Maldita guerra! —repetía.
En la casa, el tema de la Guerra Civil era tabú, se hablaba muy poco de ella y se recomendaba, muy seriamente, que cualquier cosa que se escuchase en el entorno familiar, no se debía contar a nadie en la calle; el miedo era otra de las constantes en aquellos primeros años del niño, un miedo que junto a otros factores vinculados a la posguerra, formaron su carácter para siempre.
En el barrio todos eran delgados menos el señor Lucas, el tendero de la esquina; de él se rumoreaba que se dedicaba al “estraperlo” y vendía “al fiao” (según a qué mujeres), a cambio de ciertos “trueques” en su trastienda. Otra cosa que le asombraba al chiquillo era la cantidad de mancos y cojos que había pidiendo limosna en las inmediaciones del “Metro”, uno de ellos, era su propio abuelo Marcial. Otro detalle que llamaba la atención del muchacho, eran las largas colas delante de “Auxilio Social”, donde repartían comida. A su madre, con él de la mano, en cierta ocasión, le negaron un cazo de lentejas porque “Para los rojos no hay comida”.
De todas estas historias, una se le quedó grabada especialmente; no recuerda, por su corta edad de entonces, muy bien los lugares concretos donde ocurrieron los hechos, pero cree que, en lo esencial, no difieran mucho de lo acaecido en realidad.
El Ejército Popular de la República, estaba siendo atacado en las inmediaciones de Guadalajara por El Corpo Truppe Volontarie italiano con carros de combate y autos blindados, apoyados también por La División Soria del “Ejército Nacional”; la intención del ataque era abrir una vía que rompiese por el este el frente de Madrid; era el 8 de marzo de 1937.
Después de un día de penoso repliegue bajo las bombas enemigas y de un intenso aguacero, una compañía leal al gobierno llegó, ya a altas horas de la noche, a un pequeño pueblo alcarreño; el capitán que manda las fuerzas aconsejó a sus hombres guarecerse en la iglesia durante unas horas para recuperar el resuello y, al amanecer, reanudar la retirada, esperando el contraataque de las Brigadas Internacionales al mando de Lister, Víctor Lacalle y Cipriano Mera.
La mayoría de los hombres que forman aquella diezmada tropa obedecieron a su oficial al mando, únicamente tres de ellos no están de acuerdo con su razonamiento:
—”¿Cómo los fascistas van a bombardear la iglesia?”
Aquellos tres soldados, que pasaron la noche en los soportales del ayuntamiento envueltos en sus capotes de campaña, fueron los únicos supervivientes del grupo; con las primeras luces del alba, los italianos, bombardearon el pueblo tomando como referencia el campanario de aquella iglesia.
Uno de los tres supervivientes fue el padre de aquel niño, que todas las tardes esperaba impaciente, las cinco campanadas de otra iglesia de un suburbio de Madrid, para pedir a su madre su exigua merienda.
Al terminar quedó unos momentos con la mirada perdida, pensando en unos recuerdos tan viejos como él mismo.
—Pronto no quedaremos ninguno de los que vivimos aquel horror —dijo para sí mismo— y las historias en los libros se cuentan de diferentes maneras porque el tiempo las distorsiona.
¿Aquella historia que acababa de escribir era totalmente real, o era fruto de su imaginación? Cómo estar seguro de ello, si no recordaba el haberse tomado, aquella mañana, las cuatro pastillas del desayuno.
Antonio Fontanet Baonza
Encinar del Alberche – Villa del Prado.
Un relato escrito en base a recuerdos, personas y situaciones reales. Algunos nombres propios han sido cambiados.
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