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Tres mitos renacentistas que nunca ganaron el trofeo taurino de Cadalso: José, Juan y Rafael

Refieren los libros que el toreo comenzó a atisbar la lentitud y el dominio actual gracias a Belmonte y Joselito. De José cuentan que era un estudioso del toro y, por ende, del toreo en general. Buscaba la perfección en la lidia, el dominio absoluto de las reses. Para ello fue adquiriendo una técnica colosal que le hacía someter a los bureles por difíciles y complicados que éstos fueran. Pero siempre falla algo en los humanos. El rey triste de los toreros tuvo un descuido que le costó la vida contando tan solo 25 años en la plaza de toros de Talavera de la Reina (Toledo), el 16 de mayo de 1920 (establecido como Día Internacional de la Tauromaquia en 2024). Su cuadrilla lamentó su orfandad amargamente: “¿Qué será de nosotros muerto el maestro? Nosotros, que vivimos gracias a sus quites…”
Explican que Belmonte era su antítesis, muy limitado en técnica y poder físico se abandonaba al azar. Se inmolaba dócil a su inspiración que le ofrecía en bandeja ese arte nunca visto en la Tauromaquia de entonces. Su genio embelesaba a los espectadores y él se sumía en una melancólica creatividad, desmayada e indolente. Quedaba ausente y solitario en la inmensidad del ruedo, como una sombra que no acertaba a caminar, como cuando asistía absorto y meditabundo con los intelectuales que tanto le admiraban a la tertulia del café Lion D’or en la calle de Alcalá madrileña (incluido el escultor que se afincó en nuestro Cadalso y rehabilitó el Palacio de Villena, Juan Cristóbal). No tenía término medio: O triunfaba clamorosamente o fracasaba estrepitosamente. De Juan dijo, creo que fue Pérez de Ayala (escritor, político y embajador de España): “No era nada agraciado físicamente, pero ante el toro se convertía en un ser dionisiaco, inalcanzable para el resto de los humanos”.

Joselito y Belmonte.

Belmonte y Joselito acabaron complementándose. Sus diferentes estilos se fusionaban generando en los públicos ilusionantes expectativas. Después, dependiendo de la providencia, surgían clamores o broncas, como toda la vida de dios ha sido en el toreo. Rafael de Paula, haciendo múltiples pausas que llenaban de magia y contenido la conversación, me lo resumió brillantemente por teléfono una mañana lenta y lluviosa. Rafael desde Sanlúcar de Barrameda, servidor desde la Plaza de la Provincia de Madrid: “Verá usted Miguel, el poderío de Joselito era inexplicable, no se entendía que dominara y diera a cada toro su lidia. En cambio, lo de Belmonte era fácil de comprender porque su arte era tan excelso y arrebatador que ponía a todos de acuerdo… No obstante, yo siempre he sido joselitista…” Su última aseveración me dejó perplejo, porque siendo Rafael el torero más artista que yo jamás he conocido, ¿cómo era posible que prefiriera a José antes que a Belmonte, artista como él? Un día lo entendí después de mucho reflexionar: Uno ama, admira y desea en la vida aquello que le entusiasma pero que no posee. Rafael rebosaba arte excelso pero no poseía técnica ni poderío para mandar a los toros. Es más, siempre estaba a merced de ellos a no ser que apareciera su arte y entonces… Entonces aquello era una locura tan sublime que no admitía discusión alguna. Nos maravillaba, nos enmudecía y nos emocionaba hasta las lágrimas. Era como hablar con la inmensidad del Universo y que éste te respondiera feliz y dichoso flotando al atardecer.
Tengo dos escrititos dedicados a Joselito publicados en “El Zorro Corredero” y uno de ellos también en el periódico comarcal A-21, pero hoy quiero mencionar lo que Don Luis Bollaín, belmontista acérrimo, escribió en su libro “El Toreo”, refiriéndose a Juan Belmonte. Me parece precioso, una delicia llena de matices artísticos y humanos dichos con un arte literario admirable: “Juan era un niño atónito, que cuando asomaba por las tardes al portal de su casa con el babero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito…”.
En el mismo libro aparece lo que Don Juan le explicó magistralmente, con precisión y sentimiento, sobre su sobrecogedor toreo a Don Luis: “Sin embargo, puedo asegurarle que mi temple/lentitud arranca de un sentimiento íntimo de pura sustancia artística. Yo concebí el toreo como la antítesis de la lucha, de la brusquedad, de la violencia, de la rapidez. Yo —ese yo artístico que llevamos dentro y que en unos se exterioriza y en otros queda sin editar— sentí el toreo como cadencia, ritmo, suavidad, lentitud… Y así lo hice… siempre que los toros me dejaron. Puedo decir, sin jactancia, que muchas, muchísimas veces, cité, más que con el capote o la muleta, con la llama viva de mi concepción del arte; y que, citando así, toreé despacio y limpio a toros fuertes y rápidos. Cuando el acierto y la inspiración fueron mis acompañantes, el lento andar del engaño que mis manos movían regulaba la velocidad del toro. Era, pues, éste el que se ponía a mi son, y no yo al suyo”. Juan Belmonte se suicidó en su finca “Gómez Cardeña” de Utrera (Sevilla), el 8 de abril de 1962. Nunca más pudo mandar a su chófer a Jerez a buscar a Paula. Le complacía verle torear en la placita de la finca sentado en su salón adosado a la plaza. Mandó instalar unos grandes ventanales para cuando no pudiera moverse observar al chiquillo jerezano torear. “Tiene mucho arte…”, lo comentaba bajito, columpiándose sus palabras sobre las volutas de humo de su cigarrillo.

Rafael de Paula y Miguel Moreno. 1991.

A tan bello testimonio solo cabe añadirle una frase que Rafael de Paula me expresó ya hace muchos años en su casa de “La Jara”, en Sanlúcar, hablando de José, de Juan y de su toreo, tres mitos renacentistas que nunca torearon en Cadalso: “Hay que ser auténtico y escribir, torear y vivir a compás”. Y es que, admirado Rafael, como decía Bukowski: “Los días pasan y la vida sigue. Ganan los mismos, perdemos los de siempre, y quizás, si somos pacientes, si dejamos de correr y nos perdonamos; la vida dejará de ser ese autobús que se escapa justo cuando llegas a la parada…” Como se les escapan sin torear los toros bravos y encastados a los toreros figuras mediocres…

Miguel Moreno González.

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