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La novela Manuscritos en Valdeyglesias recrea la vida en el Monasterio de Pelayos

  • Adelanto del libro escrito por Enrique Jurado.

Este texto reproduce un extracto de la novela Manuscritos en Valdeyglesias, (Perea Ediciones,) de Enrique Jurado Salván. El extracto corresponde al inicio de la Segunda Parte que se desarrolla en el término de Pelayos, durante el primer tercio del siglo XIX, periodo inmediatamente anterior a la Desamortización del monasterio de Santa María de Valdeiglesias (1835). Y se trata del relato en primera persona del “último monje de Valdeyglesias”. La novela saldrá publicará en octubre. Este es un adelanto para A21.
“No conocí a mis padres. Viví los primeros años de mi vida de la caridad cristiana del concejo de Pelayos, en donde nací. Pelayos era un pequeño pueblo, una aldea, en el valle de Valdeiglesias, alejado de todas las capitales importantes: Madrid, Avila, Toledo. La mayor parte de la gente vivía de la agricultura y el ganado lanar. Era un pueblo pobre en el que apenas cuatro familias poseían tierras donde cultivar sus viñedos. El resto vivía de labrar, como jornaleros, esas tierras ajenas o trabajar para las tierras del monasterio.[…]
“Mis primeros recuerdos son una azada. Subíamos al huerto del tío Fidel, al lado de un manantial que todos los años teníamos que limpiar de barro y lodo para que brotase agua para el huerto. Yo me metía en el cenagal, al igual que el hijo del tío Fidel –y su hijo de igual nombre-, y con una azadilla que nos habíamos fabricado con un palo de avellano y el herraje perdido de una mula retirábamos trabajosamente los matorrales y el barro. Después de horas de trabajo, de la raíz de las zarzas iba brotando un hilillo de agua que poco a poco llenaba la alberca natural.
Un día, sin embargo, tío Fidel llegó antes al huerto familiar, y nos vio a los niños enredados entre el barro, pisoteando los surcos. Salimos corriendo de miedo mientras él gritaba en arameo, cincha en mano. Tan mala suerte tuvimos que al dejar abierta el regato del agua, el huerto se anegó en pocos momentos y la cosecha de tomates, ya a punto de ser recogida, quedó inundada y pronto, muchos de esos tomates, quedaron arrancados y maltrechos.
Tuvimos que salir corriendo si no queríamos conocer la cincha de tío Fidel. Horrorizados por sus gritos cada niño tiró por un lado para no ser atrapado. Dormí en el pinar del cerro de San Esteban, al raso. Aquella noche, la de mi primera huida, no hacía demasiado frio pero conforme iba anocheciendo sentía miedo y frío.
Yo, aunque pequeño, estaba acostumbrado a los ruidos de la noche. El canto de los búhos, el revolotear de los murciélagos, el movimiento armónico de las ramas de los pinares, la caída de una piña o el jugueteo de las ardillas. Allí al borde de un arbusto y cerca de un amplio lanchar de piedra me tiré a dormir en un pinar.
Dormí profundamente durante horas. De vez en cuando soñaba con ir corriendo por delante de alguien que llevaba un cuchillo y quería clavármelo. Yo corría y corría; miraba hacia atrás y cada vez el fantasma de tío Fidel se acercaba más, y yo corría menos……Me despertaba y volvía a dormirme inmediatamente.
Dormía y me sobresaltaba. La noche seguía siendo completamente obscura, ahora sigo recordándolo pese al paso del tiempo. La siguiente vez que me desperté fue distinto. Dormía pero en entresueños empecé a oír levemente unas pisadas de un animal de cuatro patas. Pronto se acercó. Yo contuve la respiración mientras cerraba con todas mis fuerzas los ojos. Sentí que me olfateaba, llegaba a mi cuerpo, a mi pequeño cuello; sentí los pelos del animal rozándome los brazos. Fueron momentos que me parecieron, aún hoy, siglos.
Estaba inmovilizado. Eso me salvó del lobo. Porque poco a poco fue yéndose, al igual que había llegado. Entreabrí los ojos cuando ya pensaba que se distanciaba, entonces ví su cola peluda y su garbosa manera de caminar. Seguí inmóvil durante bastante tiempo todavía y, entonces, me atreví a llorar.
En el pueblo nadie reparó al día siguiente en mí. Nadie vino a buscar a un niño perdido en el bosque. […]
Me levanté, como decía, poco después del amanecer. Donde dormí era una explanada, arriba del cerro de San Esteban, al final de una antigua cantera de piedra. Vi un lanchar inmenso un poco más arriba y me animé a subirlo. El espectáculo era grandioso. Un río penetraba allá abajo en el valle mientras las dehesas de pinos y encinas dibujaban el paisaje más bello que había visto en mi vida.
En el centro del valle, otro río menor desembocaba en el Alberche, el río grande, haciendo a éste más caudaloso y ancho. Divisé a lo lejos un puente, con una barcaza al lado, por donde se cruzaba el río en un bello desfiladero por donde el agua debía correr muy rápido debido a la estrechez del desfiladero. Más cerca, a mi derecha divisé una edificación al lado del río.
Aún recuerdo la sensación de libertad. A lo lejos oí levemente el toque de una campana. Sin duda procedía de la torre del monasterio, un convento al cual yo nunca había entrado, ni siquiera a su antigua iglesia.
Pronto encontré un rebaño de cabras. Los galgos me ladraron. El cabrero me miró desafiante:
-¿Quién eres, chaval?
No supe qué contestarle.
– ¿Quién es tu padre?
-No tengo padres
-¿Cómo que no tienes padres? Mira, la Joaquina, la más blanquita del rebaño. Es hija del Pepote y de Cabritilla, la de allí al fondo. ¡Todos, hasta los animales, tienen padres, rapaz!
Me quedé callado. El pastor sacó el mechero, enciscó la mecha y encendió un cigarro que ya tenía preparado.
-¡Toma, que tú ya eres medio hombre!
Le obedecí. El pastor rio a carcajadas cuando yo aspiré el humo y empecé a toser sin parar. El cabrero trabajaba para los monjes. Vivía en unas casuchas dentro de la cerca de los monjes.
-Trabajo todo el día. Tengo casa, trabajo, comida y vivo allí con mi familia. Soy como un monje pero todas las noches tengo matarile con la parienta. ¿Tú me entiendes….? ¡Cinco hijos nos ha dado Dios, y a todos les doy de comer de caliente, chaval! ¡El Toñín será de tu edad! Pío, en efecto, guardaba las cien cabezas de ovejas dentro de la muralla del monasterio. Era un privilegiado porque dependía de los monjes que le facilitaban un trabajo fijo y pese a que en el monasterio apenas vivían entonces una decena de frailes, el cuidado del ganado era, en realidad, la principal fuente de ingresos del monasterio, junto al vino.
-¡Dios quiera que los monjes vivan mucho tiempo! Son gruñones pero mientras el monasterio exista -y son ya muchos siglos- yo tendré pan para dar a mis hijos”, reflexionó el pastor.
El cabrero no me preguntó de dónde venía, ni tan siquiera me preguntó en qué sitio había dormido aquella noche pero siempre tuve la sensación de que Pío no necesitaba preguntarme nada porque lo intuía desde el principio.” […]

Novela de Enrique Jurado
Enrique Jurado es periodista y escritor. Conoce la comarca del monasterio de Santa María de Valdeiglesias, en Pelayos de la Presa, desde 1959. Escribió una novela anterior (Con Copia Oculta, Lid Editorial) y ha participado en diferentes libros colectivos de relatos y poesía. Es, además, presidente de la asociación cultural Alberche-Albirka.

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