
Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Cada verano asistimos, prácticamente ya perdida toda capacidad de asombro, a la llegada eventual, a los establecimientos hosteleros que solemos frecuentar, de camareros y ayudantes/pinches de cocina. Bueno, mejor dicho, personal que generalmente aprovecha esta época estival en la que la afluencia de clientes es mayor y la proliferación de terrazas es mucho más abundante, para sacarse unas perrillas extra con las que después sortear el duro invierno de manera más holgada y, en muchas ocasiones, poder continuar con sus estudios universitarios. Hasta aquí, mi máximo respeto y, en muchas ocasiones, incluso admiración ante tal acto de sacrificio, producto sin duda de la responsabilidad y el compromiso, entiendo, con uno mismo.
Todo esto que acabo de describir no tendría nada de malo o excepcional si no fuera porque la profesión de camarero o ayudante/pinche de cocina, llegado este momento, se relega a un statu quo de valor profesional poco menos que insignificante. Me sigue resultando muy curioso, ya angustioso tengo que decir, como este gremio —el de la hostelería— sigue siendo el cajón de sastre del trabajo eventual, devaluando de manera sistémica un oficio que, como cualquier otro, necesita de un proceso de aprendizaje que valide y evidencie una profesionalidad inevitable.
Todo esto trasladado al lenguaje cotidiano se traduce en que, una vez situados en la puerta del establecimiento, nos recibe el primer camarero que pasa, vestido como a él le ha parecido más oportuno, calzado con una deportivas oscuras, ajadas y polvorientas, siguiendo criterios por lo general nada profesionales, ofreciéndonos el saludo ya muy común de, buenos días, tardes o noches “familia”, cuando no, “corazones”, “cariños” “amores”, etc. que, además, sirve igualmente para despedirnos. Nos toma nota de la bebida de manera aceptable, aunque en la mayoría de los casos poco diligente, si nuestras peticiones son absolutamente estándar. A la pregunta de, ¿cuál es la marca del vermut, de qué denominación de origen es el vino blanco que pretendemos solicitar, qué marca de cerveza es la que nos ponen o tienen cava o champagne?, la respuesta suele ser siempre la misma, “un momento” —que se suele convertir en lo opuesto a un santiamén— con una solución al rato poco convincente y, por supuesto, muy poco profesional y menos aún versada. Pasado un buen tiempo, aparece con nuestro pedido en lo alto de una bandeja manejada de manera absolutamente desconfiada y con semblante poco agradecido. Del momento de pedir la comida, qué les voy a contar… Debemos dirigir nuestra mirada a los platos comúnmente reconocibles por ambas partes y nunca intentar hacer preguntas al respecto de los mismos que puedan poner en evidencia el conocimiento sobre estos del sirviente que nos ha tocado en suerte. Y todo esto dando por hecho que nuestros pedidos van a coincidir plenamente con lo solicitado y la calidad va a ser de nuestra conveniencia. El momento de pedir la cuenta suele ser, por lo general, de lo más solícito, aquí es donde se aprecia que el manejo de la informática por parte de la gente joven es pan comido, otra cosa es que la cuenta coincida con todo lo que hemos consumido, tanto a favor como en contra, cosa que temiblemente no suele suceder.
Pues bien, nada tengo en contra, vuelvo a repetir, por la ambición de buscarse la vida aunque sea por medio de un trabajo eventual como puede ser el de la hostelería, es más, también repito, mi admiración y respeto máximos. Pero nada tiene esto que ver con ir perfectamente uniformados, ensayados de un discurso aceptable y coherente aunque sea estereotipado, medianamente aprendidos de la oferta que el establecimiento en el que trabajamos tiene a bien ofrecernos y, por supuesto, reclamar en todo momento los medios necesarios para que esto suceda de la manera más sencilla, razonable y cotidiana. Se llama orgullo personal, mucho más allá incluso del profesional.