
Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
El año pasado, a mediados de octubre, comencé el Camino de Santiago francés atravesando los Pirineos desde Saint-Jean-Pied-de-Port y llegando hasta la ciudad de Logroño. Itinerario que recorre la Comunidad Foral de Navarra y se adentra en la de La Rioja en la etapa que termina en Logroño y que transita por pueblos que, en esta época del año, se convierten en núcleos urbanos fantasmagóricos, absolutamente vacíos y completamente despoblados, repletos de tristeza e íntegramente desvalidos, aunque bien es cierto que este otoño se presentó en toda su plenitud de colores, olores y texturas, una maravilla. No obstante, no deja de ser una experiencia muy gratificante, aunque no exenta de un esfuerzo en ocasiones demasiado fatigoso, al menos para este cuerpo ya un poco cascado y con algunas que otras cicatrices a su espalda. Este año he continuado con la experiencia atravesando toda La Rioja y adentrándome en Castilla y León hasta llegar a la ciudad de Burgos, pero, en esta ocasión, cambiando el mes de octubre por el de abril y en su segunda semana. El tiempo ha resultado mucho más benigno, la compañía mucho más numerosa y el paisaje mucho más amable, extensiones de viñedos adormecidos a la espera de la nueva sabia, preciosos campos ondulantes de cereal verdes hasta la extenuación de horizonte infinito y predios de colza tan amarillos como el azafrán salpicando el paisaje.
¿Y por qué les cuento este rollo? Pues porque nuevamente atravesando todos los pueblos (o la mayoría de ellos) por los que discurre el camino, he descubierto la pobreza gastronómica actual de los mismos. Pueblos preciosos, otros no tanto, pero todos ellos muy transitados, como Roncesvalles, Uterga, Puente la Reina, Cirauqui, Estella, Los Arcos, Viana, Navarrete, Nájera, Belorado, Villafranca Montes de Oca, Atapuerca, etc. Para que se hagan una idea, no es que no haya establecimientos donde recomponer el cuerpo con algo de beber o de comer, este no es el problema. Salvo que la época del año sea pleno invierno, el camino está perfectamente repleto de todo tipo de opciones; bares, restaurantes, hostales, albergues, hoteles, habitaciones, etc. (el negocio del peregrino es bastante goloso puesto que la afluencia es grande). El meollo de la cuestión es que no se pueden hacer una idea lo decepcionante que puede llegar a ser atravesar un pueblo, ya con los palos del sombrajo a punto del desvencije, y en lugar de encontrarse un sencillo bar, limpio, atendido por el lugareño de turno y con una oferta también sencilla, digna y propia del lugar geográfico en el que nos encontramos, lo primero con lo que tropezamos, justo antes de cruzar el umbral, es un ajado trípode que nos informa de todas las infames pizzas congeladas que almacenan en un arcón congelador, desde Dios sabe cuándo y en qué aviesas condiciones. Uno mira a su alrededor y no sabe si está en la Toscana, en el Piamonte o dónde coño. Convendrán conmigo que, si esto ocurriera en alguno de estos pueblos, apenas le daríamos importancia, pero si sucede en la mayoría de ellos, como es el caso, la cosa tiene bemoles. He atravesado pueblos, como se pueden imaginar, en los que ni siquiera había bar o establecimiento alguno donde avituallarse. Les aseguro que he preferido esto, a caminar por tantos paisajes, tan maravillosos y sugerentes de esta geografía de España para terminar ingiriendo una pizza miserable.
No se puede tener menos orgullo, no nos puede asistir mayor desidia, no se comprende tanta abulia concentrada. Si el recetario navarro, riojano o castellanoleonés en este caso —y todos ellos en vías de extinción—, levantaran la cabeza, se avergonzarían de la misma manera que lo he hecho yo.