
Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Imaginemos por un momento la inexistencia del fuego en nuestras vidas, que de un plumazo desaparezca el fuego de nuestra cocina, de nuestro horno, de nuestro calentador de agua, de nuestra caldera de calefacción, de nuestra reconfortante y romántica chimenea, de nuestras atávicas y religiosas costumbres. Imaginemos al tiempo que todo esto lo hemos sustituido por una cocina de consumo eléctrico, un calentador con el mismo suministro, una pantalla que proyecta el trampantojo de una llama exenta de calor y sin el más mínimo romanticismo y un televisor que reproduce, en el mejor de los casos, reminiscencias de tiempos y costumbres pasados relacionados con el fuego, proponiendo y aventurando con ello una vida de mayor calidad existencial. Querría esto decir, sin posibilidad alguna a la reinterpretación, que nos hemos abrazado de manera impenitente a la energía eléctrica como única posibilidad para nuestra existencia feliz y material.
Pues bien, algo parecido hemos experimentado con el apagón del pasado 28 de abril que algunos, muy previsores y muy pocos, como se pueden imaginar, solucionaron poniendo en marcha la alternativa instalada de un generador propulsado por un carburante o aquellos que disponiendo de instalación solar para autoconsumo pudieron reconvertir su instalación de consumo eléctrico en consumo de energía solar, solucionando el problema.
Al resto de los mortales, tampoco nos hubiera quedado otra solución, a falta de fuego, que la reconversión, pero en este caso algo distinta. Esta consistiría en convertirnos en crudívoros, omófagos, caníbales y en buena medida autosuficientes; sinceramente y bien pensado, tampoco esta sería tan mala solución.
Estamos olvidando de manera ingrata y desleal al fuego que tantas satisfacciones nos ha producido a lo largo de los millones de años desde su descubrimiento y que ha ido cambiando nuestras costumbres y manera de vivir de forma radical.
La lumbre para el puchero, la llama que escaliva, la brasa que asa, encostra y carameliza, pero también la hoguera que nos renueva y verifica, el humo que purifica y el fuego de nuevo que nos une en su calor y nos levanta el ánimo y los atuendos.
Hemos decidido rodearnos de cocinas de inducción, de hornos, cada vez más asépticos, de ultimísima generación, de aparatos microondas multifuncionales donde lo que menos apetece introducir es cualquier alimento cuyo cocinado pueda merecer la pena o de frigoríficos donde más que mantener, más bien parece que le vayan a robar el poco sabor y autenticidad que le quede al pobre melocotón, a la mísera lubina de piscifactoría. Eso sí, todos ellos de consumo responsable, economía sostenible, manejo incorrupto, diseño estratosférico y fabricación negrera.
Reivindico las chuletillas de cordero recental a la brasa de sarmientos abandonados, el asado de cochinillo en horno árabe con leña de encinas, de tantas que no se desnudan cada temporada para de nuevo retoñar, las verduras escalivadas al fuego con todo el ramaje descuidado en el monte que solo servirá de pasto para otro fuego destructor, la chuleta a la brasa de castaño viejo, abandonado y carcomido, la paella perfumada de aromas de maderas enjutas, el espeto de sardinas acariciado por ascuas relucientes o el puchero paciente entre rescoldos de cepas jubiladas.
El fuego, que nació aliado, lo hemos convertido, en favor de otros actores mucho menos sugerentes, menos atractivos y muchísimo menos sostenibles, en uno de nuestros enemigos acusándolo de actor protagonista de buena parte de nuestros males, sin entender que la mayoría de las veces, nosotros somos el propio fuego y no precisamente el de los sarmientos.