
- Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Es posible, o al menos esa es mi percepción, que esta locura imperante por salir a todas partes, en cualquiera de los ámbitos del ocio —ya sea la restauración con restaurantes de todas las categorías, bares de tapas, de pinchos, de copas, ya sea la hostelería de todo tipo de niveles—, está promoviendo que, primero, se abran toda clase de restaurantes a veces sin ton ni son, otras con la confusa idea de que es un negocio fácil y bien rentable; y segundo, se consiga con ello polarizar una oferta ya cansina y aburrida de factura similar en todos ellos y carente total de compromiso con cualquier corriente gastronómica que pueda aportar algún interés cultural o generar algún tipo de arraigo o costumbre, dicho esto en el mejor sentido de la palabra. Y esta sensación, en numerosos casos bien palpable, está consiguiendo además que el nivel del servicio y la calidad del producto se resientan hasta niveles, en muchísimas ocasiones, verdaderamente exasperantes. Pareciera que con esta bonanza todo dé un poco lo mismo y que lo importante fuera salir del paso de la manera más decente, que no honrosa, posible.
Les cuento mis últimas experiencias nada suculentas y de las que no daré nombres porque, además, como hostelero, me da vergüenza ajena y no considero mi misión en esta sección del periódico ridiculizar la particular visión de un restaurador, ya sea cocinero, jefe de sala o empresario del ramo. Prefiero abiertamente considerar que el camino emprendido en estos casos particulares que son a la vez muy generalizados no es el que creo debe ser en beneficio de una hostelería sana, edificante y comprometida.
Empezaré por las famosas y numerosísimas barras de pinchos del país vasco que tanta fama sostienen y tanta afición suscitan. Salvo excepciones honrosas, que en todas partes existen aunque pocas, diré que la oferta tan ilimitada, tan variopinta, tan extravagante a veces, tan deshonrosa otras, tan descerebrada y tan descabellada de pinchos sobre las barras de tantos bares es un remedo de comida recalentada, una miscelánea por no decir un batiburrillo de ingredientes que terminarán de sucumbir en las fauces del microondas o del horno ultrarrápido instalado al efecto, sobre un pedazo de pan infame y de tamaño insultante y atiborrados, en su mayoría, de una mayonesa pésima y de sabor poco angelical. Sin duda, ver la barra de un bar repleta de pinchos tan colorista ella suscita, cuando menos, el ansia por beber y comer hasta la saciedad, cierto es, pero analicen, por favor con sensatez cada uno de los pinchos y no llenen antes el “ojo que la calabaza”.
Seguiré por los restaurantes pretenciosos con apariencia espiritual, donde reservar incluso cuesta su tiempo y esfuerzo, donde la luz apenas deja vislumbrar lo que uno va a comer, como si de ocultarlo se tratara, donde hablar con cierta jovialidad y tono distendido da cierto reparo, donde la propuesta gastronómica está tan místicamente diseñada que uno se encuentra absolutamente desvalido y a merced del resultado y donde para finalizar te pegan el sartenazo, eso sí, sin hacer también ningún ruido. Pues bien, todo esto se convirtió en mi caso en una experiencia irritante construida sobre un discurso absolutamente confuso, de calidad, en algunos platos, sospechosa, de elaboración supuestamente bien meditada, aunque de factura completamente errónea y en un marco tan austero e íntimo que mejor servía para alimentar el alma que para nutrir el cuerpo. Pues bien, de estos hay unos pocos, ¡aléjense de ellos cuanto puedan!
Y, por último, el tan cacareado restaurante de estrella michelín (especialmente los que estrenan este galardón) donde uno entra y se encuentra el mismo o parecido decorado, con la misma o parecida estructura de menú, por no decir los mismos o parecidos platos, los mismos o parecidos gestos, las mismas o parecidas frases o los mismos o parecidos parabienes que si uno estuviera en Miranda de Ebro, Jerez de la Frontera o Retuerta del Bullaque. No tiene ningún sentido y además es tan contraproducente como lo fue el cangrejo de río americano en nuestros ríos, el moco de roca en el mediterráneo o la rana toro, especies invasoras culpables de la desaparición, poco a poco, de nuestra diversidad.