Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Mis comienzos en la cocina, hace ya 32 años, fueron un tanto casuales, imprevistos y accidentales, primero, -y esto no fue lo peor- y trastabillados, trompicados y absolutamente titubeantes, después, y no durante poco tiempo. Hubo momentos especialmente duros. No saber si este era mi camino en mi vida profesional ya lo hacía bastante complicado, pero no tener el más mínimo conocimiento del oficio lo convertía en un camino prácticamente inviable. A pesar de todo, siempre he creído que el tesón y la constancia allanan muchos caminos en la vida y, sobre todo, despejan los matorrales y la maleza para ver las cosas algo más claras. En esta constancia, durante este afanoso camino, hubo verdaderos momentos que generaron en mí y en mi manera de pensar y de cómo abordar el hecho de cocinar, auténticos puntos de inflexión. Me explico. En el verano del 91 mi amiga Encarna decide hacernos unas gachas manchegas, algo que yo llevaba esperando meses, deseando encontrar en ellas sabores, texturas y ancestros que yo desconocía. Y así fue, me encantaron y supuso para mí una nueva puerta para el pensamiento aunque, nada más terminar, su marido Mariano –camarero por entonces de nuestra casa– le salta, y sin ningún titubeo, que a su padre –padre de Encarna y pastor de toda la vida– no le hubieran gustado nada, es más, “te las hubiera puesto de sombrero“, ahí es nada la flor. La cosa se quedó ahí y yo seguía encantado con lo comido. Hasta que un buen día, al tiempo, aparece el padre de Encarna, pastor jubilado, hombre enjuto, visera calada y aspecto humilde y bonachón. Nos juntamos los mismos y esta vez oficiando en los fogones el de la visera, elaborando de nuevo unas gachas, con los mismos ingredientes que había utilizado su hija y siguiendo, aparentemente, los mismos y sencillos pasos. El resultado final fue, para mí, una auténtica revelación. Lo que anteriormente me había parecido rico y sabroso, un tanto recio y ancestral, pero, repito, rico y sabroso, se había convertido en algo realmente exquisito, de una finura infinita, de un sabor elegante, equilibrado y largo y de una textura fundente, nada pesada y mágica. El secreto no estaba en los ingredientes, estaba en la conciencia, en la sensibilidad, ni siquiera en el compromiso profesional, que en este caso no existía, tampoco en la idiosincrasia de su naturaleza, cuántas gachas habrá por ahí cabalgando de mesón en mesón, solo en la sensibilidad de querer comer en cada momento de la mejor manera posible sin que dé igual la manera o el procedimiento, se trata de poner la mayor atención, aunque sea rutinaria, en hacerlo verdaderamente sublime.
Esto mismo me sucedió en el año 93, por estas fechas, festividad de Todos los Santos, nuestra vecina Daniela –la Daniela– nos trajo unas puches, postre típico en Colmenar de estas fechas, que yo ya había probado de otras manos y que me parecía rico sin más y sin que yo le diera demasiada importancia ni tampoco me pareciera motivo para darle vueltas para su mejora o puesta al día. Pues bien, cuando probé aquellas puches me volvió a ocurrir exactamente lo mismo que con las gachas, aquello se había convertido en un postre de una elegancia y finura, para mí inusitadas –jamás me salieron como a ella– por eso la recuerdo y menciono tanto. Solo imaginarme como las hacía, con qué perseverancia conseguía aquella delicadeza y con qué sabiduría también conseguía que me emocionara ante tan humilde y extraordinario postre ha conseguido que mi día a día desde entonces pase constantemente por cocinar con la intención, si no de emocionar, al menos de generar el sentimiento de que lo que hago, lo hago con la pasión necesaria y obligatoria que este oficio requiere, sinceramente pienso que no puede ser, ni debería ser, de otra manera.
Gracias, Daniela, allá dónde estés.