
Necesitaba hablar con alguien. Había paseado por toda mi lista de contactos, decenas de nombres perfectamente ordenados, y tras descubrir que dentro de esa cajita de plástico no había nadie que me quisiese escuchar, me sorprendí marcando mi número. El móvil zumbó. Mi nombre apareció en la pantalla. Me asusté. El teléfono salió volando, cayéndoseme de las manos, estampándose contra el suelo. Me quedé mirándolo sin comprender. Se apoderó de mí un vacío inmenso. Mi nombre en la pantalla. Eso quería decir que si hubiese contestado… Pero era yo quien llamaba. Recuperé la batería que se había deslizado bajo el aparador y recompuse el teléfono. Lo encendí. Marqué de nuevo mi número. Otra vez el zumbido y mi nombre en la pantalla. No tuve valor y lo apagué. No me atreví a enfrentarme conmigo, sin embargo era la última posibilidad de hablar con alguien, y quién sabe, quizá nos llevásemos bien. Sería la mejor manera de no estar solo, siempre que quisiese estaría ahí, para charlar de nuestras cosas, contarnos nuestros secretos, nuestros pecados. Sin embargo… Al fin tomé la decisión. Lo encendí. Las manos me temblaban. Una mezcla de pánico e ilusión se enredaba en mi cabeza. Marqué. Zumbó. Cuando, de nuevo, leí mi nombre en la pantalla, descubrí que no tenía nada que decirme.