El caldo de la marmita: inteligencia artificial un nuevo renacimiento

  • Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.

Ya he comentado en alguna ocasión, (perdón si me repito más de lo debido), que he cumplido los sesenta y estoy a medio camino de los sesenta y uno. Me considero, hasta mis bisoños veinticinco o treinta, habitante de una sociedad y de una vida llena de enseñanzas propias y dignas del futuro incoercible, mimético y palmario que me esperaba, a tenor del ritmo que hasta entonces seguía el acervo por el cual debía regirme para continuar con una vida por llenar de apriorismos y falta total de autarquía, es decir, un mero integrante de un devenir de lo más predecible y de un adocenamiento poco recomendable —es lo que se llevaba por aquel entonces—. Hablo siempre desde el ámbito rural en el que desarrollé mi mocedad como muchos jóvenes de mi generación.
Pues bien, quien me iba a decir que, a partir de ese momento, todo se iba a descontrolar de tal manera, a tal velocidad, con tal impunidad y con total maniqueísmo que la sensación de pérdida de independencia de uno mismo iba a ser tan brutal.
No voy a enumerar de nuevo todos los elementos actores, ya por todos de sobra conocidos, creados por una plutocracia sin escrúpulos que nos han convertido en verdaderos orates y que han conseguido, con todo tipo de artimañas, que pasemos sin rechistar por cualquier tipo de embudo, controlando así todo cuanto hacemos, pensamos y hasta deseamos. Es decir, los auténticos dueños de nuestro pasado, amos inclementes de nuestro presente y verdaderos taumaturgos de nuestro inane futuro. George Orwell en su novela 1984 ya lo imaginó. Si levantara la cabeza, no creería ni por asomo lo corto que, a pesar de todo, se quedó.
Y, para colmo de males, como si esto no fuera suficiente para dejarnos en total fuera de juego, como auténticos peleles y, recién cumplidos mis sesenta veranos, llega, como quien no quiere la cosa, la inteligencia artificial (IA), presumiendo de un poder de suplantación jamás imaginado y para terminar de convertirnos en meros y genuflexos androides a las órdenes de una mercadotecnia de dimensiones colosales. Creo tener claro que convertirá —bueno, hace tiempo que estamos en proceso de putrefacción cerebral— nuestros talentos ya estólidos en meros rellenos de cavidades motrices.
No habremos de pensar. ¿Para qué serviremos pues? La inteligencia artificial pinta, escribe, fotografía, esculpe, actúa, nos dice cómo hacer, cómo demostrar, cómo resolver, es decir, nos reemplaza y nos relega. Tal vez estemos asistiendo —por encontrarle un atractivo razonable— a un nuevo renacimiento de las artes y las ciencias en pleno siglo XXI. ¡Qué disparate! Ya no tendremos que recordar nombres, fechas y lugares de nacimiento, ni fórmulas, ni significados, ni nada, todo nos lo proporcionará, tras un mínimo esfuerzo y dedicación, la inteligencia artificial, convirtiéndonos así en verdaderos holgazanes de mente abstrusa. Si estábamos en un declive de las humanidades nunca jamás evidenciado como ahora, lo que nos faltaba era esto. ¡Una catástrofe!
Por lo que a mí respecta, esta máquina desposeída y destructora de toda humanidad, no podrá y, mucho menos suplantará, mi personal y exclusiva manera de cocinar—buena o mala— de oler, de ver, de sentir y de palpar cuando me dispongo a guisar cualquier vianda. Por el momento, en esto, ha pinchado en hueso.
Es posible que esté exagerando, e incluso sacando los pies del tiesto, por el momento me refugiaré en mi cocina, mis cacerolas y mis recetas lo más alejado posible de esta insidiosa y usurpadora máquina, por lo que me pueda pasar.

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