Por Julio Reoyo Hernández. Cocinero. Restaurante Doña Filo.
Recuerdo, de chaval, los finales de verano con cierta fatiga y desolación: se van los amigos, a veces permanentes, otras eventuales, y algunas inciertos; el amarillo ya agota pero aún falta para su fin, las vacaciones se consumen y el futuro se presenta de nuevo rutinario y temeroso. Han pasado ya bastantes años de aquel sentimiento y nos encontramos a las puertas de otro final de verano. El calor no nos ha dado tregua, el desastre ha sido colosal, incendios por doquier y gigantes, falta de recursos hídricos por todos lados, desorden medioambiental que no parece tener remedio y una locura humanoide que dios sabe de dónde proviene. Siento otra fatiga y desolación y esta vez no tiene que ver con el futuro sino con el mismísimo presente.
Lo cierto es que no nos queda otra, si acaso, que refugiarnos en nuestro propio mundo vegetal para sentir que al menos podemos disfrutar de algo vivo, fresco, sano, natural y propio. Me refiero a nuestro pequeño, íntimo y exclusivo huerto (el que pueda disfrutarlo, claro). De él ya empezamos a ver los finales de las plantas exhaustas después de haber hecho un esfuerzo inmenso en unas condiciones miserables. Terminaremos de coger los últimos tomates, quizás feos, arrugados y agrietados, pero bien rojos, soleados y maduros, con los que elaborar una buena conserva con la que disfrutar en el invierno. Me permito darles algunas nociones: pelaremos los tomates eliminando, además, el pedúnculo, haremos una incisión para extraer todo el aire del tomate pero no desperdiciando el jugo que pueda salir. Rellenaremos, sin dejar huecos, unos tarros de cristal nuevos y esterilizados con los tomates y el jugo recuperado, metiendo entremedias unas hojas frescas de albahaca, para rellenar el final con un buen chorro de aceite de oliva virgen extra. Cerramos bien y cocemos 20’ al baño maría para sacar después y poner con la tapa hacia abajo para que nos haga el vacío que hará que se conserven durante al menos 2 años sin problema y a temperatura ambiente; eso sí, conviene, ya saben, tenerlos en lugar fresco y lejos de la luz. Será un disfrute abrirlos para elaborar una buena salsa de tomate, una sencilla ensalada con escarola, cebolla roja, sal, aceite de oliva y unos cominos machacados o un escabeche con ellos mismos y enteros para acompañar cualquier pescado azul hecho a la brasa.
Unos surcos a la izquierda, los últimos pimientos, rojos y verdes, debajo de unas matas ya desvencijadas, algunos calabacines tal vez ya un tanto rollizos y, al final, tres o cuatro berenjenas no muy orondas pero bien prietas. Pues bien, es el momento de elaborar un gran pisto, con un buen puñado de cebolla picada groseramente, unas láminas de ajo bien pochadas en aceite de oliva y, por supuesto, tomates maduros, esta vez sí, de los más feos y estrafalarios. Hacerlo con paciencia, terminando con sal, pimienta y una pizca de azúcar, y el resultado, una vez esterilizado en el bote de cristal siguiendo el mismo procedimiento, será espectacular, y abrirlo para acompañar unos huevos bien fritos no os quiero ni contar. ¡Sin patatas fritas, por favor!
Espero que, por un momento, hayamos olvidado el desastre y veamos el futuro con un poco de esperanza, con los años he decidido mirar la estantería de mis conservas en lugar de las noticias del televisor, mucho más reconfortante y placentero.