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El Alberche, la crónica sentimental del siglo XX

La casa está tal como la recordaba. Tan solo el polvo se acumula sobre el plástico que cubría la mesa camilla para proteger el tapete de ganchillo. El comedor y la nevera, seguían allí, junto a la chimenea de piedra, cubierta de musgo amarillento. Y en el aparador, casi no quedaba nada de la vajilla con florecillas rosas que solo en ocasiones especiales mi madre sacaba. ¡Parece que la estoy viendo con su vestido estampado azul marino y blanco, que tan bien le sentaba!
No pude evitar imaginarme aquel ambiente familiar entre cacharreo y olor a cocido. Aún escucho el traqueteo del coche de línea con su baca repleta de enseres, que aquel mayo del 1959, partió casi puntual de la calle Cadarso. Los árboles alineados y enfundados en un blanco fluorescente, nos dieron la bienvenida, cuando Pelayos de la Presa, tan solo era para nosotros una excursión a la Playa de Madrid, como llamaban al recién inaugurado Pantano de San Juan. Llegamos hasta allí, animados por el anuncio de venta de terrenos, a peseta el m2. Pudieron ser los 62 km. que entonces le separaban de Madrid, lo que llevaron a mis padres y a muchos otros madrileños, a construirse mucho más que un chalet. Fuimos a partir de entonces: los veraneantes.
– Mamá, ¿y esa cruz en la carretera que siempre tiene flores?
– Es de D. Marcial, el cura del pueblo que murió en un accidente de moto al enrollársele la sotana.
El pueblo en sí, no tenía nada de especial. Se extendía por aquel valle sonriente y apacible rodeado de viñedos y pinares intactos aún, que de súbito aparecían tras el Puerto, con los montes azules de Gredos como telón de fondo. Solo a 14 km, un necesario y ancestral vecino: San Martín de Valdeiglesias, ¡con un Condestable y todo! Y Cadalso de los Vídrios, cantera natural que antaño adoquinó las calles de Madrid.
– Mamá ¿por qué el tren nunca llegó a pasar?
– ¡Cosas de militares! Solo funcionó en una simulación de inauguración entre San Martín y Pelayos.
La Plaza con su pilón y el Ayuntamiento con su centralita provista de extrañas clavijas, eran el corazón de la vida pelayera. Más alejadas, las Escuelas y La Iglesia, formaban el pequeño y destartalado núcleo urbano. En dirección al Pantano, dormían su apacible sueño las ruinas del Monasterio, con San Benito aún en la hornacina y La Estación. La tahona y la parada de León Álvarez en el Bar de Ángel, cerraban aquel intacto universo que con la llegada de los veraneantes empezó su inexorable cambio, mientras Nicasio, el alcalde, impulsaba un pueblecito con pinos y”playa”, desde donde se abrían las puertas al Valle del Tiétar.
Abrieron el melón del ladrillo: Resti y Sin. De las almas y la urbanidad se ocupaban: D. José María y D. Eloy. Más adelante, la modernidad llegó en forma de Cineclub, con su adorado único televisor, mientras las pandillas entre nativos y veraneantes aprendíamos a bailar el twist. Y Luis Mariano, proyectó sus Violetas Imperiales en aquel universo nocturno del cine de verano.
– Mamá, ¿por qué esos chicos no entran a misa?
– ¡Por Dios hija, son protestantes!
El merchandising se lo repartían Severino, Lito, Darío y la señora Paca con su puesto de golosinas. Vicente, vendía morcillo y carne picada y Hortensia y el “Tío Pajarito” se ocupaban de los tomates, apodo que los veraneantes pronto adquirimos. El hielo se subía en burro, el pregonero anunciaba las fiestas y el pan se hacía en la tahona.
La Colonia de nuevos chalets arrancaba desde los Lanchares hasta el punto más alejado y fronterizo que era la vía del tren. Y la Casa del Secretario, siempre en medio de la empinada cuesta.
El Pantano con su muro, embalsó para siempre no solo las aguas del Alberche. Allí, en la playa de los padres, como nosotros la llamábamos, discurrieron los veranos familiares entre amoríos, largos y bicis. Luego, el regreso caluroso, la comida y la forzada siesta en la penumbra del porche. Y era verdad: la casa estaba tal y como la recodaba.
– ¡Abuela, venga, que nos tenemos que marchar!

Los veraneantes

Los Veraneantes, una pequeña crónica escrita en primera persona, nos acerca a aquel tiempo de los primeros forasteros que a finales de los cincuenta llegaron hasta Pelayos de la Presa, junto al Pantanto de San Juan, en busca de “sol y playa”, ajenos a lo que hoy conocemos como boom inmobiliario. De aquel sencillo pueblo poco queda, salvo esa memoria dormida de los que lo conocimos.
Todo empezó en un “pequeño pueblo sin mar”, aunque con playa: La de Madrid, que brindó a los madrileños dos ilusiones: una, poder veranear y otra, construirse la soñada e inalcanzable casita de vacaciones. El cuento de la lechera estaba servido.

Enrique Jurado.

FOTOS: Santos Yubero. Archivo Regional de la Comunidad de Madrid.

Sección coordinada por la asociación cultural Alberche -Albirka
Albirka.blogspot.com

Una Respuesta para “El Alberche, la crónica sentimental del siglo XX”

  1. LOS SUEÑOS DE LA INFANCIA

    Los sueños de la infancia
    son infinitos,
    pidiéndole a mamita
    dulces besitos.
    Después apetecemos
    los baloncitos,
    y luego a las mujeres,
    siendo mocitos.
    Tratando de hallar ojos
    garzos bonitos,
    siendo de jovenzuelos
    harto exquisitos.
    Aunque siempre son ellas
    con sus palmitos
    las que imponen sus gustos
    y requisitos.
    Y formada pareja
    nos tunden gritos.
    Llorosos de los hijos
    si están malitos.
    Sacarlos adelante,
    ¡qué trabajitos!
    Templando muchas gaitas
    y muchos pitos.
    Pendientes siempre de ellos
    desde chiquitos.
    Y así sin darnos cuenta
    vamos benditos,
    a sepulcros que aguardan
    muy quietecitos.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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