Qué difícil es, para un escritor, esculpir palabras cuando tienes el corazón herido… Vivir en un pueblo como Fresnedillas de la Oliva guarda la peculiaridad de quererse como si realmente todos fuésemos hermanos. Sin distinciones, sin barreras de ningún tipo. Así, cuando alguien muere, muere una parte de cada uno de los habitantes. Más aún, cuando el que emprende esta ruta es alguien joven como lo era él. Porque el sentir no conoce de credos y sólo sabe escribirse con las iniciales del querer.
Hoy, el pueblo sigue teñido de gris, buscando paz donde sólo quedan retazos de hastío, respirando en la mirada de Sael, un hermano que se fue, sin duda alguna, demasiado pronto. Y duele. Duele tanto el frío de la despedida cuando deseas abrazar y ser consuelo, y te descubres tan débil como una frágil vasija de barro… Anoche abracé a su familia y lloramos juntos, mucho, aunque nunca es demasiado cuando se trata de una separación así. Y todo mi sueño ha sido ese recuerdo. Me desgarraba el alma la agonía de su madre que, amarrada a la mía y con el corazón latiendo de pena, apenas le quedaban lágrimas con que llorar al hijo que velaba su vivir, me escocía cada milímetro de la piel al ver a su padre que, mientras descansaba su mano sobre mi hombro, miraba al cielo buscando entre las cenizas un abatido por qué, me atravesaban la respiración los abrazos cariñosos de sus hermanos –amigos queridos de siempre– que, entre lamentos sin consuelo, buscaban en mis ojos rotos la vida del que ya se fue…
Cuánto cuesta comprender la muerte cuando el sufrimiento desangra hasta el eco del vivir… La ley de esta frágil existencia nos ha enseñado que lo normal es irse de este mundo cuando el tiempo haya acumulado suficientes besos como años por cumplir. Morir joven sigue sin cotizar para cualquier corazón ansioso por rasgarle sentimientos a la vida. Anhelamos darle cuerda al mar, quitarle la ropa a la conciencia, desatarle los cordones al destino, y cuando alguien querido muere descubrimos que la existencia es capaz de hacerse añicos en un solo instante. Y veintiséis años de vida en este mundo no han atesorado suficientes caricias para una familia que aún sigue mirando al patio por si él vuelve a llegar…
Sin embargo, si hay algo capaz de regenerar el corazón herido de los dolientes es la capacidad para amar. Y estoy seguro de que Sael –tan valiente y, a la vez, tan sensible como era– desea ver a todos los que quiso, y siempre querrá, con una tímida sonrisa en nuestra cara que, abrazada a la piel de su recuerdo, sea el vivo reflejo de la suya. Ese es el poema que hemos de comenzar a escribir, manteniendo viva su mirada y conjugándola en presente, aunque su alma ahora repose en otra estación y en los brazos de otra tierra. Porque el amor, aunque tantas y tantas veces no lo comprendamos, es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque atardezca, llore el silencio y caiga la noche, mientras le recordemos con una sonrisa, Sael nunca se habrá ido del todo.
Descansa en paz, hermano.
Carlos González García.