
Se celebró durante el fin de semana de viernes 2 de diciembre al domingo 4 del mismo mes la fiesta de la tradicional matanza de Villamantilla con diversas actividades de ocio, deportivas e informativas con la finalidad de fomentar y recuperar el apego a la tierra. Muy posiblemente, semejantes tipos de actividades constituyan un hilo de esperanza para valorar en su justa medida el respeto por el planeta tierra.
Junto con la matanza, la estrella de las jornadas fue el proyecto estrella en marcha de recuperar el garbanzo autóctono de la zona.
Hablamos con los alcaldes de Villamantilla y Villamanta y agricultores, quienes nos explicaron el proceso que se está llevando a cabo con el esfuerzo de los Ayuntamientos, la Comunidad, el Imidra (Instituto madrileño de investigación y desarrollo rural agrario y alimentario) y, por supuesto los agricultores.
Y nada mejor para promocionar el garbanzo que un cocido popular organizado por el Ayuntamiento de Villamantilla y la colaboración de los vecinos en este municipio, que aunque muy cerca del área metropolitana, conserva el sabor auténtico de pueblo y que llevan a gala sus vecinos.
¿El cocido? Riquísimo para alegrar un día que se presentó lluvioso y desapacible, si bien es un tesoro para el campo.
Ampliaremos información en artículo impreso.
J.E. Parro.
LA MATANZA EN CENICIENTOS
La víspera por la tarde,
la pulpa de calabaza
escogida por su raza,
y frente a la leña que arde
con la cuchara un alarde.
Con la sangre la mezclaban,
y morcillas se lograban:
las llamadas de verano
embutidas con la mano
y al cocido lo aromaban.
El capuchón a la puerta
convertido en calavera,
con un frío de nevera
en la Plazuela desierta,
y la niebla en descubierta.
Boca, nariz y los ojos
grabados con la navaja,
componiendo una mortaja
con papel y con matojos
de horripilantes despojos.
Y para más tenebroso,
debajo un cabo de vela
o un candil como candela,
ahuyentándole medroso
al gato en ronda medroso.
En pulquérrima perola
borbollaba la cebolla,
junto al puchero de la olla
con la leña ardiendo sola
y reflejos de amapola.
Cebolla y arroz mezclados
daban las ricas morcillas,
con las crujientes costillas
y los lomos adobados,
todo exquisitos bocados.
El cerdo preso en la cuadra,
apegado a su pesebre
ojos porcinos de fiebre
oye al perro que le ladra,
y el ladrido le taladra.
Y es que el cerdo ya sabía
llegado su San Martín
de refocile en jardín
de vivir en que vivía,
aquel día se extinguía.
Era su rito su cima,
su cuidado con esmero,
siempre lleno el comedero
y tumbarlo en la tarima
como a alguien que se estima…
Preparado el matarife
con el cuchillo en la mano,
y su pataleo en vano
le aseguraba el esquife,
a nuestro mar de arrecife.
Debajo puesto un barreño,
y la sangre recogida
rápidamente batida
con afán en el empeño
de no despertarle el sueño.
Después la dura pelambre
de aquellos pelos de cerda,
los niños con mano lerda
parecíamos, enjambre
de rapadores del hambre.
Con encendida retama
convertida en escobones
socarrábamos cebones
al contacto con la llama,
recién salidos de cama.
Quedaba como patena
y sin cascos en las patas,
aunque se anduviera a gatas
o descalzos por la arena,
en búsqueda de la cena.
Aquella era una gran fiesta,
el día de la matanza
toda la familia en danza,
sin asueto y sin la siesta
y con la cabeza tiesta.
Le colgaban de una soga,
y rajaban en canal
y como en rico panal,
contemplábamos su toga,
y aquello que dentro boga.
Nos daban las “melecinas”,
y éramos indios apaches
trepando como mapaches
a coronar las encinas
entre el gritar de vecinas.
Patatas de salmorejo
era ese día el almuerzo,
para premiar el esfuerzo,
y era el mejor aparejo
del jovenzuelo y del viejo.
Y el cerdo en las casa era
base de la economía
nuestra despensa del día
en invierno y primavera;
y en la bochorno de la era.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho